EL FUMADOR DE PIPA - MARTIN ARMSTRONG
Por lo general no me importa caminar bajo la lluvia, pero en aquella ocasión la lluvia era torrencial y aún tenía diez millas que recorrer. Por eso me detuve ante la primera casa, más o menos a una milla del pueblo siguiente, y miré por encima de la canela del jardín. La casa no tenía un aspecto muy prometedor, pues vi en seguida que estaba vacía. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había una sola con persianas ni visillos. Por una de ellas, del piso bajo, vi paredes desnudas, la desnuda repisa de una chimenea y una parrilla vacía. También el jardín estaba descuidado, los lechos de flores llenos de hierbas; apenas se lo habría reconocido como tal jardín de no ser por la cerca, los vestigios de senderos rectos y los arbustos de lilas que estaban en plena flor y que regaban de agua la hierba cada vez que el viento los sacudía.
Por lo general no me importa caminar bajo la lluvia, pero en aquella ocasión la lluvia era torrencial y aún tenía diez millas que recorrer. Por eso me detuve ante la primera casa, más o menos a una milla del pueblo siguiente, y miré por encima de la canela del jardín. La casa no tenía un aspecto muy prometedor, pues vi en seguida que estaba vacía. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había una sola con persianas ni visillos. Por una de ellas, del piso bajo, vi paredes desnudas, la desnuda repisa de una chimenea y una parrilla vacía. También el jardín estaba descuidado, los lechos de flores llenos de hierbas; apenas se lo habría reconocido como tal jardín de no ser por la cerca, los vestigios de senderos rectos y los arbustos de lilas que estaban en plena flor y que regaban de agua la hierba cada vez que el viento los sacudía.
Es fácil imaginar, pues, que me sorprendiera
cuando un hombre salió de entre las lilas y vino hacia mí lentamente por el
sendero. Lo sorprendente no era sólo que estuviera allí, sino que paseaba por
allí sin objeto, con la cabeza descubierta y sin impermeable, bajo aquella
lluvia que empapaba y calaba. Era un hombre más bien gordo y vestido de
clérigo, canoso, calvo, bien afeitado, con el aspecto engreído de intensidad
excesiva que ve uno en los retratos de William Blake. Advertí en seguida cómo
los brazos le colgaban desmayadamente junto a los costados. Sus ropas y ––lo
que lo hacía aún más extraño–– su cara estaban chorreando agua. No parecía
notar en absoluto la lluvia. Pero yo sí. Estaba empezando a correrme por el
pelo y a bajarme por el cuello, y dije:
––Usted perdone, señor, pero ¿puedo pasar a
guarecerme?
Se sobresaltó y alzó unos ojos desconcertados
que se encontraron con los míos.
––¿Guarecerse?––dijo.
––Sí ––respondí yo––, de la lluvia.
––Ah, de la lluvia. Sí señor, no faltaría
más. Hágame el favor de pasar.
Abrí la cancela del jardín y lo seguí por un
sendero hacia la puerta principal, donde él se hizo a un lado con una leve
inclinación para dejarme pasar primero.
––Me temo que no lo encontrará muy acogedor
––dijo cuando estábamos ya en la entrada––. No obstante, pase usted, señor;
aquí dentro, la primera puerta a la izquierda.
La habitación, que era amplia y con un
ventanal saledizo dividido en cinco vidrieras, estaba vacía, con la excepción
de una mesa y un banco de madera de pino y una mesa más pequeña en un rincón
cerca de la puerta y sobre la que había una lámpara no encendida.
––Hágame el favor de sentarse, señor ––dijo,
señalando el banco con otra leve inclinación. Había una cortesía anticuada en
sus modales y en su manera de hablar. Él no se sentó, sino que dio unos pasos
hasta el ventanal y se quedó de pe, mirando el jardín chorreante, los brazos
aún colgándole ociosamente junto a los costados.
––Por lo visto, a usted no le importa la
lluvia tanto como a mí, señor ––dije, tratando de ser amable.
Se dio la vuelta y tuve la impresión de que
no podía volver la cabeza y de que por eso tenía que volver el cuerpo entero
para mirarme.
—¡No, oh, no! ––respondió––. En absoluto De
hecho no había reparado en ella hasta que usted me la hizo notar.
––Pero debe de estar usted muy mojado ––dije
yo––. ¿No sería más prudente que se cambiara?
–– ¿Qué me cambiara? ––su absorta mirada se
hizo inquisitiva y suspicaz ante la pregunta.
––Que se cambiara de ropa, la mojada.
—¿Que me cambiara de ropa? ––dijo––. ¡Oh, no!
¡Oh, por Dios, no, señor! Si está mojada, sin duda se secará a su hora.
Entiendo que aquí dentro no llueve, ¿verdad?
Le mire a la cara. Realmente estaba pidiendo
información al respecto.
––No ––respondí––, aquí dentro no llueve,
gracias a Dios.
––Me temo que no puedo ofrecerle nada ––dijo
cortésmente––, Viene una mujer del pueblo por la mañana y a media tarde, pero
entretanto no tengo ninguna ayuda ––abrió y cerró sus manos colgantes––. A
menos ––añadió–– que quiera usted pasar a la cocina y hacerse una taza de té,
si entiende usted de esas cosas.
Rehusé, pero le pedí permiso para fumarme un
cigarrillo.
––Hágame el favor ––dijo––. Me temo que no
tengo ninguno que ofrecerle. El otro, mi predecesor, solía fumar cigarrillos,
pero yo soy fumador de pipa —sacó pipa y tabaco del bolsillo; era un alivio
verle emplear sus brazos y manos.
Cuando ambos hubimos prendido nuestro tabaco,
yo volví a hablar: todo el rato era consciente de que recaía sobre mí la
responsabilidad de la conversación; de que, si yo no hubiera hablado, mi
extraño anfitrión no habría hecho la menor tentativa de romper el silencio,
sino que se habría limitado a permanecer de pie, con los brazos caídos junto a
los costados, mirando directamente al frente, bien al jardín, bien a mí.
Eché una ojeada a la desnuda habitación.
—Supongo que acaba usted de mudarse, ¿no?
—dije.
—¿Mudarme? —se desplazó mínimamente y volvió
de nuevo hacía mí su absorta mirada, intensa y desazonante.
—De mudarse a esta casa, quiero decir.
—Oh, no —dijo—. Oh, no, por Dios, señor.
Llevo aquí varios años; o, mejor dicho, yo mismo llevo aquí casi un año, y el otro,
mi predecesor, pasó aquí cinco años con anterioridad. Sí, ahora debe de hacer
siete meses que murió. Sin duda, señor —una melancólica, pensativa sonrisa
transformó inesperadamente su rostro—, sin duda no me creerá, Mrs. Bellows no
me creyó, cuando le diga que llevo sólo siete meses aquí, eso más o menos.
—Si usted lo dice, señor —respondí— ¿por qué
no habría de creerle?
Dio unos pasos hacia mí y alzó la mano
derecha. Se la cogí de mala gana, una mano gorda, fofa, fría, que me produjo
una sensación desagradable.
—Gracias, señor —dijo—, gracias. ¡Es usted el
primero, el primerísimo…!
Solté la mano y él no terminó la frase: Se
había sumido, aparentemente, en un ensueño. Luego volvió a empezar:
—Sin duda todo habría ido bien, habría
bastado con que mi… esto es, el viejo tío de mi predecesor no le hubiera dejado
esta casa. Más le hubiera valido seguir donde estaba. Era clérigo, sabe usted
—abrió las manos, dándose a ver a sí mismo—. Éstas son sus ropas de clérigo. De
pronto me preguntó:
—¿Usted cree en la confesión?
—¿En la confesión? —dije yo— ¿Quiere usted
decir en el sentido religioso del término?
Se acercó un paso. Ahora casi me tocaba.
—Lo que quiero decir es —dijo, bajando la voz
y mirándome intensamente—, ¿cree usted que confesar, confesar un pecado o un…
un crimen, reporta alivio?
¿Qué iba a contarme? Me habría gustado decir
“No”, para disuadir a la pobre criatura de hacerme ninguna confesión, ero había
hecho su pregunta con tal tono de súplica que no tuve corazón para rechazarlo.
—Sí —dije—, creo que al hablar de ello puede
uno librarse muchas veces de un peso en la conciencia.
—¡Ha sido usted tan comprensivo, señor —dijo
con una de sus corteses inclinaciones—, que estoy tentado de abusar…! —alzó una
de sus pesadas manos con un gesto perfunctorio y la dejó caer de nuevo—.
¿Tendría usted paciencia para escuchar?
Estaba de pie a mi lado como si fuera el
maniquí de un sastre que hubiera sido colocado allí. Su pierna tocada mi
rodilla. Me sentí fuertemente repelido por su vecindad.
—¿No quiere sentarse ahí? —dije, señalando el
otro extremo del banco en el que yo estaba sentado—. Me resultaría más fácil
escucharle.
Volvió el cuerpo y miró absorta y seriamente
el banco, luego se sentó en él, dándome la cara, con una pierna a cada lado,
inclinado hacia mí. Estaba a punto de hablar, pero se frenó y miró a la ventana
y la puerta. Luego se sacó la pipa de la boca y la depositó en la mesa, y sus
ojos se volvieron a mí.
—Mi secreto, mi terrible secreto —dijo—, es
que soy un asesino.
Su declaración me horrorizó, como no podía
ser menos; y sin embargo, creo, apenas me sorprendió. Su extremada rareza me
había preparado, hasta cierto punto, para algo bastante sombrío. Contuve el
aliento y lo miré fijamente, y él, con horror en sus ojos, me devolvió la
mirada fija. Parecía estar esperando a que yo hablara, pero en un primer
momento no pude hablar. ¿Qué podía yo decir, en nombre de la cordura? Lo que
por fin dije fue algo fantásticamente inadecuado.
—Y esto —dije—. ¿le remuerde la conciencia?
—Me obsesiona —dijo, apretando de repente sus manos pesadas, fofas, que reposaban sobre el banco ante él—. ¿Tendría usted paciencia…?
—Me obsesiona —dijo, apretando de repente sus manos pesadas, fofas, que reposaban sobre el banco ante él—. ¿Tendría usted paciencia…?
Asentí.
—Cuéntemelo —dije.
—De no haber sido por la herencia de esta
casa —empezó—, nada habría sucedido. El otro, mi predecesor, habría permanecido
en su rectoría, y yo… yo no habría hecho nunca acto de aparición. Aunque hay
que reconocer que él, mi predecesor, no estaba contento en su rectoría. Se
enfrentó con hostilidades, sospechas. Por eso vino a esta casa al principio,
sólo a título de prueba, ya ve. Le fue legada vacía: simplemente la casa, sin
muebles, sin dinero, y se vino y puso un par de cosas, esta mesa, este banco,
unos cuantos utensilios de cocina, una cama plegable arriba. Quería, ya ve,
probarla primero. Lo atraía el apartamiento de la casa, pero quería asegurarse
de ella en otros sentidos. Algunas casas, ve usted, son seguras, y otras no lo
son, y quería asegurarse de que ésta era una casa segura antes de mudarse a
ella —hizo una pausa y luego dijo con mucha seriedad—: permítame aconsejarle,
amigo mío, que siempre haga eso cuando considere la posibilidad de mudarse a
una casa desconocida: porque algunas casas son muy inseguras.
Asentí.
—¡Ya lo creo! —dije—. Paredes húmedas, mal
alcantarillado y demás.
Él negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es eso. Algo mucho más serio
que eso. Me refiero al espíritu de la casa. ¿No siente usted —su mirada absorta
se hizo más penetrante que nunca— que ésta es una casa peligrosa?
Me encogí de hombros.
—Las casas vacías son siempre un poco raras
—dije.
Reflexionó sobre esta afirmación.
—¿Y ha notado usted —inquirió por fin— la
rareza de ésta?
Sentí, en efecto, al hacerme él la pregunta,
que la casa era rara; pero era la rareza de él, lo sabía perfectamente, y las
sombrías insinuaciones de su charla, lo que la hacían rara, y respondí:
—No es más rara que otras casas vacías,
señor.
Me miró con incredulidad.
—¡Extraño! —dijo— Extraño que no lo sienta
usted. Aunque bien es verdad que… que el otro, mi predecesor, no lo sintió al
principio. Ni siquiera esta habitación (porque esta habitación, señor, es la
habitación peligrosa) le pareció extraña al principio; no, pese a que hay en
ella una cosa muy curiosa.
Si hubiera hecho bueno, habría puesto fin a
la conversación y me habría marchado, pues la charla y el comportamiento del
viejo me estaban haciendo sentir cada vez más incómodo. Pero no hacía bueno:
estaba lloviendo con más fuerza que nunca y se estaba poniendo muy oscuro.
Evidentemente estábamos en medio de una tormenta.
El viejo se levantó del banco.
—Me parece que ahora puedo mostrarle —dijo—
esa cosa curiosa de la habitación. Sólo se ve después de que ha oscurecido,
pero me parece que ya está lo bastante oscuro.
Se acercó a la mesita del rincón y se puso a
encender la lámpara. Cuando estuvo encendida y él hubo vuelto a su lugar el
globo de cristal esmerilado, la llevó a la mesa más grande y la colocó a mi
izquierda.
—Ahora —me dijo—, siéntese a la mesa de
frente.
Así lo hice. Ante mí, al otro lado de la habitación desnuda, se hallaba el ventanal saledizo con sus cinco vidrieras y sin visillos.
Así lo hice. Ante mí, al otro lado de la habitación desnuda, se hallaba el ventanal saledizo con sus cinco vidrieras y sin visillos.
—Ahora está usted sentado —dijo, posando una
pesada mano sobre mi hombro— donde el otro, mi predecesor, solía sentarse para
sus comidas.
No pude reprimir un respingo, ni resistir el
impulso de volverme y mirarle. Me resultaba molesto tenerlo de pie a mi lado,
detrás de mí, fuera de mi vista. Pareció sorprendido.
—No se alarme, señor, hágame el favor —dijo—;
vuélvase y dígame lo que ve.
Obedecí.
Obedecí.
—Veo el ventanal —dije.
—¿Eso es todo? —preguntó.
Miré fijamente el ventanal.
—No —dije—. Veo también cinco reflejos de mí
mismo, uno en cada vidriera del ventanal.
—Eso es —dijo el viejo—, ¡eso es! Eso es lo
que veía el otro cuando comía a solas. Veía a los otros cinco, cada uno tomando
su solitaria comida. Cuando él se echaba un poco de agua, cada uno de ellos se
echaba agua; cuando él encendía un cigarrillo, cada uno de ellos encendía un
cigarrillo.
—Claro —dije yo—. ¿Y eso alarmaba a su amigo,
al clérigo?
—El reverendo James Baxter —dijo el viejo—;
así se llamaba. Asegúrese de no olvidarlo, amigo mío; y si la gente le pregunta
quién vive aquí, acuérdese de decir que el reverendo James Baxter. ¡Nadie sabe,
ve usted, que… que…!
—Nadie sabe lo que me ha contado usted.
Entiendo.
—¡Exactamente! –dijo él, bajando repentinamente la voz—. Nadie lo sabe. Ni un alma. Usted es la primera persona a la que se lo he mencionado.
—¡Exactamente! –dijo él, bajando repentinamente la voz—. Nadie lo sabe. Ni un alma. Usted es la primera persona a la que se lo he mencionado.
—¿Y no ha sido usted objeto de
investigaciones? —pregunté—. A este Mr. Baxter, ¿no se lo echó en falta?
Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ni siquiera Mrs. Bellows, que
cuidó de él desde el principio, se ha dado cuenta de lo ocurrido.
Me volví y lo miré con incredulidad.
—No se ha dado cuenta, ¿quiere usted decir…?
—No se ha dado cuenta de que yo no soy él. Ve
usted —explicó—, éramos muy parecidos. ¡Así es, tremendamente parecidos! Antes
de que se vaya puedo enseñarle una fotografía suya y verá usted mismo.
Ahora decidí que, con lluvia o sin ella, me
iba a ir: no parecía haber mucho motivo, aparte de la lluvia, para mi
permanencia allí. Me puse en pie.
—Bien, señor —dije—, no puedo sino esperar
que sienta usted el beneficio de haber aliviado su conciencia de su… secreto.
El viejo caballero se puso muy agitado.
Cerraba y abría sus manos fofas.
—Oh, pero no debe irse aún. No ha oído usted
ni la mitad. No ha oído usted cómo ocurrió. ¡Yo esperaba, señor, ha sido usted
tan amable, que tendría paciencia y amabilidad para…!
Volví a sentarme en el banco.
—No faltaba más —dije—, si tiene usted más
que decir.
—Acababa de decirle, ¿verdad que le había dicho —prosiguió el viejo caballero— que yo… que el otro… que mi predecesor solía sentarse aquí durante sus comidas y veía a sus otros cinco yos imitándolo? Cuando él encendía su cigarrillo, ¡veía otros cinco cigarrillos encenderse simultáneamente…!
—Acababa de decirle, ¿verdad que le había dicho —prosiguió el viejo caballero— que yo… que el otro… que mi predecesor solía sentarse aquí durante sus comidas y veía a sus otros cinco yos imitándolo? Cuando él encendía su cigarrillo, ¡veía otros cinco cigarrillos encenderse simultáneamente…!
—Naturalmente —dije yo.
—Sí, naturalmente —dijo el viejo—; todo era
enteramente natural hasta una noche, una noche terrible —se interrumpió y me
miró fijamente con horror en sus ojos.
—¿Y entonces? —dije yo.
—Entonces ocurrió algo extraño, horroroso.
Cuando él, mi predecesor, hubo encendido su cigarrillo mirando a aquellos otros
yos, como siempre hacía, vio que uno de ellos, el de más a la izquierda, había
encendido no un cigarrillo, sino una pipa.
Me eché a reír.
—¡Oh, vamos, vamos, señor!
El viejo se retorció las manos lleno de
agitación.
—Es cómico, lo sé –dijo—, pero también es
terrible. ¿Qué habría pensado usted si lo hubiera visto efectivamente, con sus
propios ojos? ¿Acaso no se habría quedado espantado?
—Sí —dije—, si efectivamente hubiera
ocurrido. Si hubiera visto una cosa así realmente, desde luego me habría
quedado espantado.
—Bien —dijo el viejo—, ocurrió. No había
error posible al respecto. Era espantoso, horrible —había tanto horror en su
voz como si él mismo lo hubiera visto efectivamente.
—Pero, querido señor mío –le dije—, usted
sólo cuenta con la palabra de este Mr. … Mr. Baxter.
Me miró con fijeza, sus ojos resplandecientes
de convicción.
—Yo sé que ocurrió –dijo—; lo sé con mucha
mayor certeza que si lo hubiera visto. Escuche. La cosa siguió durante cinco
días: durante cinco noches seguidas mi predecesor vigiló lleno de horror a ver
si la cosa se arreglaba sola.
—Pero ¿por qué no fue… se marchó de la casa?
–pregunté.
—No se atrevió –dijo el viejo con un forzado
susurro—. No se atrevía a irse: tenía que quedarse y asegurarse con sus propios
ojos de que la cosa se había arreglado.
—¿Y no se arregló?
—La sexta noche –dijo el viejo con un hilo de voz— el quinto reflejo, el que había desobedecido, desapareció.
—La sexta noche –dijo el viejo con un hilo de voz— el quinto reflejo, el que había desobedecido, desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí, había desaparecido del ventanal. Mi
predecesor se quedó sentado, mirando con terror, absorto, el cristal vacío, y
los otros cuatro devolvían la aterrada mirada al interior de esta habitación.
Él miraba el cristal vacío y luego los miraba a ellos, y ellos le devolvían la
mirada fija, a él o a algo detrás de él, con horror en sus ojos. Entonces él
empezó a ahogarse… a ahogarse —dijo el viejo jadeando, él mismo casi ahora
ahogándose—, a ahogarse, porque había unas manos alrededor de su garganta,
agarrándolo, estrangulándolo.
—¿Quiere usted decir que las manos eran las
manos del quinto? –pregunté, y fue sólo mi horror ante el horror del viejo lo
que me impidió sonreír cínicamente.
—Sí —dijo él con un silbido, y extendió sus
manos gordas y pesadas, mirándome con ojos fijos—. Sí. ¡Mis manos!
Por primera vez me sentí realmente aterrorizado.
Nos miramos mudos el uno al otro, él jadeando y resollando aún. Luego,
esperando calmarle, dije lo más tranquilamente que pude:
—Ya veo: ¿así que usted era el quinto
reflejo?
Él señaló su pipa encima de la mesa.
—Sí —jadeó—; yo, el fumador de pipa.
—Sí —jadeó—; yo, el fumador de pipa.
Me puse en pie: tenía el impulso de correr
hacia la puerta. Pero algún escrúpulo me retuvo allí inmóvil, la sensación de
que sería inhumano dejarlo solo, presa de su horrible fantasía; y con la vaga
idea de hacerle entrar en razón, de aliviar su torturada mente, pregunté:
—¿Y qué hizo usted con el cuerpo?
Contuvo el aliento, un estremecimiento le
desfiguró el rostro y, apretando sus dos extendidas manos, empezó a golpearse
el pecho convulsivamente.
—Éste —gritó
con voz agónica—, éste
es el cuerpo.