viernes, 28 de junio de 2019

EL FUMADOR DE PIPA - MARTIN ARMSTRONG


EL FUMADOR DE PIPA - MARTIN ARMSTRONG
Por lo general no me importa caminar bajo la lluvia, pero en aquella ocasión la lluvia era torrencial y aún tenía diez millas que recorrer. Por eso me detuve ante la primera casa, más o menos a una milla del pueblo siguiente, y miré por encima de la canela del jardín. La casa no tenía un aspecto muy prometedor, pues vi en seguida que estaba vacía. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había una sola con persianas ni visillos. Por una de ellas, del piso bajo, vi paredes desnudas, la desnuda repisa de una chimenea y una parrilla vacía. También el jardín estaba descuidado, los lechos de flores llenos de hierbas; apenas se lo habría reconocido como tal jardín de no ser por la cerca, los vestigios de senderos rectos y los arbustos de lilas que estaban en plena flor y que regaban de agua la hierba cada vez que el viento los sacudía.
Es fácil imaginar, pues, que me sorprendiera cuando un hombre salió de entre las lilas y vino hacia mí lentamente por el sendero. Lo sorprendente no era sólo que estuviera allí, sino que paseaba por allí sin objeto, con la cabeza descubierta y sin impermeable, bajo aquella lluvia que empapaba y calaba. Era un hombre más bien gordo y vestido de clérigo, canoso, calvo, bien afeitado, con el aspecto engreído de intensidad excesiva que ve uno en los retratos de William Blake. Advertí en seguida cómo los brazos le colgaban desmayadamente junto a los costados. Sus ropas y ––lo que lo hacía aún más extraño–– su cara estaban chorreando agua. No parecía notar en absoluto la lluvia. Pero yo sí. Estaba empezando a correrme por el pelo y a bajarme por el cuello, y dije:
––Usted perdone, señor, pero ¿puedo pasar a guarecerme?
Se sobresaltó y alzó unos ojos desconcertados que se encontraron con los míos.
––¿Guarecerse?––dijo.
––Sí ––respondí yo––, de la lluvia.
––Ah, de la lluvia. Sí señor, no faltaría más. Hágame el favor de pasar.
Abrí la cancela del jardín y lo seguí por un sendero hacia la puerta principal, donde él se hizo a un lado con una leve inclinación para dejarme pasar primero.
––Me temo que no lo encontrará muy acogedor ––dijo cuando estábamos ya en la entrada––. No obstante, pase usted, señor; aquí dentro, la primera puerta a la izquierda.
La habitación, que era amplia y con un ventanal saledizo dividido en cinco vidrieras, estaba vacía, con la excepción de una mesa y un banco de madera de pino y una mesa más pequeña en un rincón cerca de la puerta y sobre la que había una lámpara no encendida.
––Hágame el favor de sentarse, señor ––dijo, señalando el banco con otra leve inclinación. Había una cortesía anticuada en sus modales y en su manera de hablar. Él no se sentó, sino que dio unos pasos hasta el ventanal y se quedó de pe, mirando el jardín chorreante, los brazos aún colgándole ociosamente junto a los costados.
––Por lo visto, a usted no le importa la lluvia tanto como a mí, señor ––dije, tratando de ser amable.
Se dio la vuelta y tuve la impresión de que no podía volver la cabeza y de que por eso tenía que volver el cuerpo entero para mirarme.
—¡No, oh, no! ––respondió––. En absoluto De hecho no había reparado en ella hasta que usted me la hizo notar.
––Pero debe de estar usted muy mojado ––dije yo––. ¿No sería más prudente que se cambiara?
–– ¿Qué me cambiara? ––su absorta mirada se hizo inquisitiva y suspicaz ante la pregunta.
––Que se cambiara de ropa, la mojada.
—¿Que me cambiara de ropa? ––dijo––. ¡Oh, no! ¡Oh, por Dios, no, señor! Si está mojada, sin duda se secará a su hora. Entiendo que aquí dentro no llueve, ¿verdad?
Le mire a la cara. Realmente estaba pidiendo información al respecto.
––No ––respondí––, aquí dentro no llueve, gracias a Dios.
––Me temo que no puedo ofrecerle nada ––dijo cortésmente––, Viene una mujer del pueblo por la mañana y a media tarde, pero entretanto no tengo ninguna ayuda ––abrió y cerró sus manos colgantes––. A menos ––añadió–– que quiera usted pasar a la cocina y hacerse una taza de té, si entiende usted de esas cosas.
Rehusé, pero le pedí permiso para fumarme un cigarrillo.
––Hágame el favor ––dijo––. Me temo que no tengo ninguno que ofrecerle. El otro, mi predecesor, solía fumar cigarrillos, pero yo soy fumador de pipa —sacó pipa y tabaco del bolsillo; era un alivio verle emplear sus brazos y manos.
Cuando ambos hubimos prendido nuestro tabaco, yo volví a hablar: todo el rato era consciente de que recaía sobre mí la responsabilidad de la conversación; de que, si yo no hubiera hablado, mi extraño anfitrión no habría hecho la menor tentativa de romper el silencio, sino que se habría limitado a permanecer de pie, con los brazos caídos junto a los costados, mirando directamente al frente, bien al jardín, bien a mí.
Eché una ojeada a la desnuda habitación.
—Supongo que acaba usted de mudarse, ¿no? —dije.
—¿Mudarme? —se desplazó mínimamente y volvió de nuevo hacía mí su absorta mirada, intensa y desazonante.
—De mudarse a esta casa, quiero decir.
—Oh, no —dijo—. Oh, no, por Dios, señor. Llevo aquí varios años; o, mejor dicho, yo mismo llevo aquí casi un año, y el otro, mi predecesor, pasó aquí cinco años con anterioridad. Sí, ahora debe de hacer siete meses que murió. Sin duda, señor —una melancólica, pensativa sonrisa transformó inesperadamente su rostro—, sin duda no me creerá, Mrs. Bellows no me creyó, cuando le diga que llevo sólo siete meses aquí, eso más o menos.
—Si usted lo dice, señor —respondí— ¿por qué no habría de creerle?
Dio unos pasos hacia mí y alzó la mano derecha. Se la cogí de mala gana, una mano gorda, fofa, fría, que me produjo una sensación desagradable.
—Gracias, señor —dijo—, gracias. ¡Es usted el primero, el primerísimo…!
Solté la mano y él no terminó la frase: Se había sumido, aparentemente, en un ensueño. Luego volvió a empezar:
—Sin duda todo habría ido bien, habría bastado con que mi… esto es, el viejo tío de mi predecesor no le hubiera dejado esta casa. Más le hubiera valido seguir donde estaba. Era clérigo, sabe usted —abrió las manos, dándose a ver a sí mismo—. Éstas son sus ropas de clérigo. De pronto me preguntó:
—¿Usted cree en la confesión?
—¿En la confesión? —dije yo— ¿Quiere usted decir en el sentido religioso del término?
Se acercó un paso. Ahora casi me tocaba.
—Lo que quiero decir es —dijo, bajando la voz y mirándome intensamente—, ¿cree usted que confesar, confesar un pecado o un… un crimen, reporta alivio?
¿Qué iba a contarme? Me habría gustado decir “No”, para disuadir a la pobre criatura de hacerme ninguna confesión, ero había hecho su pregunta con tal tono de súplica que no tuve corazón para rechazarlo.
—Sí —dije—, creo que al hablar de ello puede uno librarse muchas veces de un peso en la conciencia.
—¡Ha sido usted tan comprensivo, señor —dijo con una de sus corteses inclinaciones—, que estoy tentado de abusar…! —alzó una de sus pesadas manos con un gesto perfunctorio y la dejó caer de nuevo—. ¿Tendría usted paciencia para escuchar?
Estaba de pie a mi lado como si fuera el maniquí de un sastre que hubiera sido colocado allí. Su pierna tocada mi rodilla. Me sentí fuertemente repelido por su vecindad.
—¿No quiere sentarse ahí? —dije, señalando el otro extremo del banco en el que yo estaba sentado—. Me resultaría más fácil escucharle.
Volvió el cuerpo y miró absorta y seriamente el banco, luego se sentó en él, dándome la cara, con una pierna a cada lado, inclinado hacia mí. Estaba a punto de hablar, pero se frenó y miró a la ventana y la puerta. Luego se sacó la pipa de la boca y la depositó en la mesa, y sus ojos se volvieron a mí.
—Mi secreto, mi terrible secreto —dijo—, es que soy un asesino.
Su declaración me horrorizó, como no podía ser menos; y sin embargo, creo, apenas me sorprendió. Su extremada rareza me había preparado, hasta cierto punto, para algo bastante sombrío. Contuve el aliento y lo miré fijamente, y él, con horror en sus ojos, me devolvió la mirada fija. Parecía estar esperando a que yo hablara, pero en un primer momento no pude hablar. ¿Qué podía yo decir, en nombre de la cordura? Lo que por fin dije fue algo fantásticamente inadecuado.
—Y esto —dije—. ¿le remuerde la conciencia?
—Me obsesiona —dijo, apretando de repente sus manos pesadas, fofas, que reposaban sobre el banco ante él—. ¿Tendría usted paciencia…?
Asentí.
—Cuéntemelo —dije.
—De no haber sido por la herencia de esta casa —empezó—, nada habría sucedido. El otro, mi predecesor, habría permanecido en su rectoría, y yo… yo no habría hecho nunca acto de aparición. Aunque hay que reconocer que él, mi predecesor, no estaba contento en su rectoría. Se enfrentó con hostilidades, sospechas. Por eso vino a esta casa al principio, sólo a título de prueba, ya ve. Le fue legada vacía: simplemente la casa, sin muebles, sin dinero, y se vino y puso un par de cosas, esta mesa, este banco, unos cuantos utensilios de cocina, una cama plegable arriba. Quería, ya ve, probarla primero. Lo atraía el apartamiento de la casa, pero quería asegurarse de ella en otros sentidos. Algunas casas, ve usted, son seguras, y otras no lo son, y quería asegurarse de que ésta era una casa segura antes de mudarse a ella —hizo una pausa y luego dijo con mucha seriedad—: permítame aconsejarle, amigo mío, que siempre haga eso cuando considere la posibilidad de mudarse a una casa desconocida: porque algunas casas son muy inseguras.
Asentí.
—¡Ya lo creo! —dije—. Paredes húmedas, mal alcantarillado y demás.
Él negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es eso. Algo mucho más serio que eso. Me refiero al espíritu de la casa. ¿No siente usted —su mirada absorta se hizo más penetrante que nunca— que ésta es una casa peligrosa?
Me encogí de hombros.
—Las casas vacías son siempre un poco raras —dije.
Reflexionó sobre esta afirmación.
—¿Y ha notado usted —inquirió por fin— la rareza de ésta?
Sentí, en efecto, al hacerme él la pregunta, que la casa era rara; pero era la rareza de él, lo sabía perfectamente, y las sombrías insinuaciones de su charla, lo que la hacían rara, y respondí:
—No es más rara que otras casas vacías, señor.
Me miró con incredulidad.
—¡Extraño! —dijo— Extraño que no lo sienta usted. Aunque bien es verdad que… que el otro, mi predecesor, no lo sintió al principio. Ni siquiera esta habitación (porque esta habitación, señor, es la habitación peligrosa) le pareció extraña al principio; no, pese a que hay en ella una cosa muy curiosa.
Si hubiera hecho bueno, habría puesto fin a la conversación y me habría marchado, pues la charla y el comportamiento del viejo me estaban haciendo sentir cada vez más incómodo. Pero no hacía bueno: estaba lloviendo con más fuerza que nunca y se estaba poniendo muy oscuro. Evidentemente estábamos en medio de una tormenta.
El viejo se levantó del banco.
—Me parece que ahora puedo mostrarle —dijo— esa cosa curiosa de la habitación. Sólo se ve después de que ha oscurecido, pero me parece que ya está lo bastante oscuro.
Se acercó a la mesita del rincón y se puso a encender la lámpara. Cuando estuvo encendida y él hubo vuelto a su lugar el globo de cristal esmerilado, la llevó a la mesa más grande y la colocó a mi izquierda.
—Ahora —me dijo—, siéntese a la mesa de frente.
Así lo hice. Ante mí, al otro lado de la habitación desnuda, se hallaba el ventanal saledizo con sus cinco vidrieras y sin visillos.
—Ahora está usted sentado —dijo, posando una pesada mano sobre mi hombro— donde el otro, mi predecesor, solía sentarse para sus comidas.
No pude reprimir un respingo, ni resistir el impulso de volverme y mirarle. Me resultaba molesto tenerlo de pie a mi lado, detrás de mí, fuera de mi vista. Pareció sorprendido.
—No se alarme, señor, hágame el favor —dijo—; vuélvase y dígame lo que ve.
Obedecí.
—Veo el ventanal —dije.
—¿Eso es todo? —preguntó.
Miré fijamente el ventanal.
—No —dije—. Veo también cinco reflejos de mí mismo, uno en cada vidriera del ventanal.
—Eso es —dijo el viejo—, ¡eso es! Eso es lo que veía el otro cuando comía a solas. Veía a los otros cinco, cada uno tomando su solitaria comida. Cuando él se echaba un poco de agua, cada uno de ellos se echaba agua; cuando él encendía un cigarrillo, cada uno de ellos encendía un cigarrillo.
—Claro —dije yo—. ¿Y eso alarmaba a su amigo, al clérigo?
—El reverendo James Baxter —dijo el viejo—; así se llamaba. Asegúrese de no olvidarlo, amigo mío; y si la gente le pregunta quién vive aquí, acuérdese de decir que el reverendo James Baxter. ¡Nadie sabe, ve usted, que… que…!
—Nadie sabe lo que me ha contado usted. Entiendo.
—¡Exactamente! –dijo él, bajando repentinamente la voz—. Nadie lo sabe. Ni un alma. Usted es la primera persona a la que se lo he mencionado.
—¿Y no ha sido usted objeto de investigaciones? —pregunté—. A este Mr. Baxter, ¿no se lo echó en falta?
Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ni siquiera Mrs. Bellows, que cuidó de él desde el principio, se ha dado cuenta de lo ocurrido.
Me volví y lo miré con incredulidad.
—No se ha dado cuenta, ¿quiere usted decir…?
—No se ha dado cuenta de que yo no soy él. Ve usted —explicó—, éramos muy parecidos. ¡Así es, tremendamente parecidos! Antes de que se vaya puedo enseñarle una fotografía suya y verá usted mismo.
Ahora decidí que, con lluvia o sin ella, me iba a ir: no parecía haber mucho motivo, aparte de la lluvia, para mi permanencia allí. Me puse en pie.
—Bien, señor —dije—, no puedo sino esperar que sienta usted el beneficio de haber aliviado su conciencia de su… secreto.
El viejo caballero se puso muy agitado. Cerraba y abría sus manos fofas.
—Oh, pero no debe irse aún. No ha oído usted ni la mitad. No ha oído usted cómo ocurrió. ¡Yo esperaba, señor, ha sido usted tan amable, que tendría paciencia y amabilidad para…!
Volví a sentarme en el banco.
—No faltaba más —dije—, si tiene usted más que decir.
—Acababa de decirle, ¿verdad que le había dicho —prosiguió el viejo caballero— que yo… que el otro… que mi predecesor solía sentarse aquí durante sus comidas y veía a sus otros cinco yos imitándolo? Cuando él encendía su cigarrillo, ¡veía otros cinco cigarrillos encenderse simultáneamente…!
—Naturalmente —dije yo.
—Sí, naturalmente —dijo el viejo—; todo era enteramente natural hasta una noche, una noche terrible —se interrumpió y me miró fijamente con horror en sus ojos.
—¿Y entonces? —dije yo.
—Entonces ocurrió algo extraño, horroroso. Cuando él, mi predecesor, hubo encendido su cigarrillo mirando a aquellos otros yos, como siempre hacía, vio que uno de ellos, el de más a la izquierda, había encendido no un cigarrillo, sino una pipa.
Me eché a reír.
—¡Oh, vamos, vamos, señor!
El viejo se retorció las manos lleno de agitación.
—Es cómico, lo sé –dijo—, pero también es terrible. ¿Qué habría pensado usted si lo hubiera visto efectivamente, con sus propios ojos? ¿Acaso no se habría quedado espantado?
—Sí —dije—, si efectivamente hubiera ocurrido. Si hubiera visto una cosa así realmente, desde luego me habría quedado espantado.
—Bien —dijo el viejo—, ocurrió. No había error posible al respecto. Era espantoso, horrible —había tanto horror en su voz como si él mismo lo hubiera visto efectivamente.
—Pero, querido señor mío –le dije—, usted sólo cuenta con la palabra de este Mr. … Mr. Baxter.
Me miró con fijeza, sus ojos resplandecientes de convicción.
—Yo sé que ocurrió –dijo—; lo sé con mucha mayor certeza que si lo hubiera visto. Escuche. La cosa siguió durante cinco días: durante cinco noches seguidas mi predecesor vigiló lleno de horror a ver si la cosa se arreglaba sola.
—Pero ¿por qué no fue… se marchó de la casa? –pregunté.
—No se atrevió –dijo el viejo con un forzado susurro—. No se atrevía a irse: tenía que quedarse y asegurarse con sus propios ojos de que la cosa se había arreglado.
—¿Y no se arregló?
—La sexta noche –dijo el viejo con un hilo de voz— el quinto reflejo, el que había desobedecido, desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí, había desaparecido del ventanal. Mi predecesor se quedó sentado, mirando con terror, absorto, el cristal vacío, y los otros cuatro devolvían la aterrada mirada al interior de esta habitación. Él miraba el cristal vacío y luego los miraba a ellos, y ellos le devolvían la mirada fija, a él o a algo detrás de él, con horror en sus ojos. Entonces él empezó a ahogarse… a ahogarse —dijo el viejo jadeando, él mismo casi ahora ahogándose—, a ahogarse, porque había unas manos alrededor de su garganta, agarrándolo, estrangulándolo.
—¿Quiere usted decir que las manos eran las manos del quinto? –pregunté, y fue sólo mi horror ante el horror del viejo lo que me impidió sonreír cínicamente.
—Sí —dijo él con un silbido, y extendió sus manos gordas y pesadas, mirándome con ojos fijos—. Sí. ¡Mis manos!
Por primera vez me sentí realmente aterrorizado. Nos miramos mudos el uno al otro, él jadeando y resollando aún. Luego, esperando calmarle, dije lo más tranquilamente que pude:
—Ya veo: ¿así que usted era el quinto reflejo?
Él señaló su pipa encima de la mesa.
—Sí —jadeó—; yo, el fumador de pipa.
Me puse en pie: tenía el impulso de correr hacia la puerta. Pero algún escrúpulo me retuvo allí inmóvil, la sensación de que sería inhumano dejarlo solo, presa de su horrible fantasía; y con la vaga idea de hacerle entrar en razón, de aliviar su torturada mente, pregunté:
—¿Y qué hizo usted con el cuerpo?
Contuvo el aliento, un estremecimiento le desfiguró el rostro y, apretando sus dos extendidas manos, empezó a golpearse el pecho convulsivamente.
Éste —gritó con voz agónica—, éste es el cuerpo.


"CUENTO DE HORROR" DE MARCO DENEVI


CUENTO DE HORROR - MARCO DENEVI

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:
-Thaddeus, voy a matarte.
-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.
-¿Cuándo he bromeado yo?
-Nunca, es verdad.
-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

“AUTRUI” DE JUAN JOSÉ ARREOLA


“AUTRUI”- JUAN JOSÉ ARREOLA 

Lunes. Sigue la persecución sistemática de ese desconocido. Creo que se llama Autrui. No sé cuándo empezó a encarcelarme. Desde el principio de mi vida tal vez, sin que yo me diera cuenta. Tanto peor.
Martes. Caminaba hoy tranquilamente por calles y plazas. Noté de pronto que mis pasos se dirigían a lugares desacostumbrados. Las calles parecían organizarse en laberinto, bajo los designios de Autrui. Al final, me hallé en un callejón sin salida.
Miércoles. Mi vida está limitada en estrecha zona, dentro de un barrio mezquino. Inútil aventurarse más lejos. Autrui me aguarda en todas las esquinas, dispuesto a bloquearme las grandes avenidas.
Jueves. De un momento a otro temo hallarme frente a frente y a solas con el enemigo. Encerrado en mi cuarto, ya para echarme en la cama, siento que me desnudo bajo la mirada de Autrui.
Viernes. Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.
Sábado. Ahora desperté dentro de un cartucho hexagonal, no mayor que mi cuerpo. Sin atreverme a tocar los muros, presentí que detrás de ellos nuevos hexágonos me aguardan.
Indudablemente, mi confinación es obra de Autrui.
Domingo. Empotrado en mi celda, entro lentamente en descomposición. Segrego un líquido espeso, amarillento, de engañosos reflejos. A nadie aconsejo que me tome por miel…
A nadie naturalmente, salvo al propio Autrui.

"El sonámbulo y la muerte" de Hugo Mitoire

"El sonámbulo y la muerte" - Hugo Mitoire

Mi primo Sergio era sonámbulo, y cada vez que me acuerdo de sus ataques, a veces me da risa, y otras tristeza, la verdad es que  ser sonámbulo, no es nada divertido.
Cuando empezó con los ataques de sonambulismo, a los diez u once años, no podía acordarse de lo que le ocurría, y siempre nos enterábamos por su mamá o sus hermanos, pero después de esa edad, ya podía relatar con todos los detalles cada vez que le daba un ataque, y para mí, eran los cuentos más fantásticos y terroríficos que podía escuchar.
La verdad es que yo presencié solamente uno de sus ataques, el que le dio una siesta de domingo. Ese día habíamos vuelto de una pesca en El Puerto y pienso que ese ataque le dio por todas las cosas que nos ocurrieron ¡más yeta no podíamos haber tenido! Salimos del Puerto a la mañana, en nuestro sulky, cansados y mal dormidos, los hermanos Barrero y yo, y a eso de las diez más o menos, veníamos al trotecito, de repente, el caballo pegó un corcoveo y unos relinchos y quedó desbocado, como loco. Todos nos pegamos un flor de julepe, Coco tiraba de las riendas para frenarlo, y Sergio y yo nos queríamos tirar del sulky y en eso, ¡al suelo todo el mundo! se cayó el caballo en la cuneta, tumbó el sulky y fuimos a parar a un charco los tres juntos. El pobre animal empezó a temblar, vomitaba y pataleaba, y todos estábamos muy asustados. Recién ahí nos dimos cuenta que se estaba muriendo el noble caballito, y enseguida se murió del todo nomás. Nos dio mucha pena, porque era muy bueno y guapo, fue una lástima que estuviera tan viejo.
Salimos del charco todos embarrados, desenganchamos el sulky y acomodamos un poco las cosas, entonces Coco, en su condición de hermano mayor y jefe de la expedición, nos dijo que teníamos que ir hasta la casa a buscar otro caballo,
-¡¡¡¿A pie hasta la casa?!!! –gritó Sergio.
-No hay otro remedio –le contestó Coco.
Nos queríamos morir, porque la casa quedaba a unos quince kilómetros, y si queríamos acortar camino, había que atravesar montes, esteros y pajonales. Ahí nomás emprendimos la caminata entrando en un monte, muertos de hambre y con sueño, cada tanto hablábamos un poco, después maldecíamos contra el caballo y contra Coco, y otras veces, caminábamos un largo trecho en absoluto silencio.
La cosa es que después de esa travesía de tres o cuatro horas, llegamos a la casa, y ahí el tío Luis, el papá de Sergio, mandó un peón a caballo a rescatar a Coco y al sulky.
Habíamos llegado arrastrando las patas, con todo el cansancio de los tres días de pesca, el julepe con el caballo muerto y encima esa terrible caminata; la tía Isabel nos sirvió un guiso de arroz y nos comimos tres platos, después nos acostamos a descansar. Sergio se acostó en su pieza y yo en un catre en el patio, debajo de un paraíso. Al rato me despertaron unos gritos y golpes. Escuché que Sergio gritaba que no lo maten y que le sacaran esas cosas que tenía en la cabeza… pero lo único que tenía en la cabeza ¡eran sus pelos! Yo me senté en el catre y medio dormido vi que salía corriendo y gritando, y detrás de él, su mamá y su hermana. Lo alcanzaron cerca del corral, y no paraba de llorar y dar manotazos. Ellas lo acariciaron y le dijeron que volviera a acostarse, hasta que después de un rato lo convencieron y lo llevaron de vuelta a la cama. Me acuerdo que mi tía siempre decía  que a un sonámbulo no hay que despertarlo de golpe, porque puede quedar tonto para siempre o morirse del susto. Porque cuando a las personas les da el ataque de sonambulismo, es como si estuvieran viviendo otra vida.

 La cosa es que Sergio durmió toda la tarde y la noche. Cuando se despertó no se acordaba absolutamente de nada.
Y así como esta situación, le ocurrieron otras cuantas más según contaban sus familiares, algunas eran muy graciosas, otras medio peligrosas. Hasta que un día Sergio me empezó a contar de sus ataques. Me dijo que no sabía si eran cosas que hizo siendo sonámbulo, o si eran pesadillas. Estaba muy afligido porque sus padres no le creían. Le decían que solo eran malos sueños, que no hiciera caso, y que no comiera tanto de noche, ni hablara de cosas raras, que con eso, iban a desaparecer esas pesadillas.
Él tenía miedo de lo que le pasaba, porque estaba seguro que no eran sueños ni pesadillas, sino que se levantaba y sonámbulo recorría el corral o la chacra, o lo que es peor, a veces iba hasta el cementerio que estaba a unos quinientos metros. Lo primero que me contó fue de algunas noches en las que anduvo por el corral y el gallinero. Los animales estaban tan acostumbrados a verlo, que no se asustaban con su presencia, ni las vacas, ni los terneros, ni las gallinas, ni los gansos, y eso que estos son los animales más bochincheros que hay. Otras noches dijo que no solamente se paseaba por la chacra de algodón, sino que llegaba hasta el cañaveral.
Después yo me di cuenta que se puso más serio y nervioso, y ahí me empezó a contar lo que más lo atormentaba. Me contó que una noche de luna, con mucha cerrazón, salió de su casa y caminó hasta el cementerio. Entró y recorrió los caminitos entre tumbas y panteones. Recordó que había mucha gente caminando por esos senderitos, algunos estaban sentados sobre las tumbas y otros parados. Nadie hablaba. Él tampoco.
En ese instante le dije que estaba muy loco, o muy borracho para haber soñado eso, pero el ni siquiera se sonrió, y muy serio me dijo que eso no era nada, y me empezó a contar otra cosa más terrorífica todavía, una cosa que me puso la piel de gallina. Juro que hasta ahora me da escalofríos cuando recuerdo ese relato.
Me contó que a la madrugada siguiente se levantó y volvió al cementerio. Entró y empezó a caminar. Había mucha neblina y estaba fresquito. De repente se le apareció una figura nueva, era alta, con una capa negra muy ancha y larga, como la que usan los monjes, con una capucha que no le dejaba ver la cara, ni siquiera la nariz. Lo único que podía ver era su mano, que no tenía carne, era solo hueso, y en ella llevaba una guadaña.
-Soy La Muerte –le dijo la figura negra.
Y Sergio me juró que no sintió miedo ni nada, simplemente se quedo parado mirándola, sin siquiera poder hablar. Quería preguntarle cosas pero no le salía la voz, y La Muerte parecía adivinarle los pensamientos.
Sergio pensó que lo iba a matar.
-No te preocupes, no te haré nada –le contestó el espectro.
Sergio pensó que estaba soñando o que estaba muerto.
-Estas en el límite de la vida y la muerte, y desde ese sitio puedes ver muchas cosas.
Sergio pensó que había llegado la hora de su muerte.
-Todavía no es tu hora, pero si quieres saber a la edad en que morirás, solo piénsalo y te responderé.
Sergio se dio cuenta que todos sus pensamientos eran contestados por La Muerte, y entonces no quiso saber nada más, empezó a asustarlo la idea de saber todo sobre su futuro.
Pero Sergio no pudo frenar un pensamiento, y pensó en quienes serían todas esas personas que se paseaban por el cementerio.
Y La Muerte respondió,
-Esas son las almas de muertos, que todavía están en la tierra, y que ni siquiera saben donde irán a parar. Y ahora quiero mostrarte algo.
Y Sergio siguió a La Muerte hasta una tumba que estaba cerca del tejido. El espectro abrió la tumba y con su guadaña, de un solo golpe, levantó la tapa del cajón. Ahí se vio el cuerpo de un hombre que le pareció conocido…¡era don Gilberto Casco! un hombre que había muerto hacía tres días, un tipo antipático, malo como la peste, que tenía mucha plata y que si te prestaba, seguro que terminabas en la calle, porque siempre había que entregarle las chacras y animales para pagar los intereses. El tío Luis siempre decía que ese tipo era un prestamista estafador.
Y La Muerte volvió a hablar,
- Este tipo era un sinvergüenza, que hizo sufrir a mucha gente solo para tener cada vez más plata, pero lo que no sabía, es que esa plata no le serviría de nada, ni siquiera para salvarlo de esto, y con un rápido movimiento, La Muerte le encajó un guadañazo y lo descabezó. La cabeza voló por el aire y cayó a un costado. Luego tapó el cajón y la tumba y agarró la cabeza de los pelos. Después caminaron.
Fueron hacia el fondo del cementerio y casi en la esquina, La Muerte le mostró un lugar en la tierra, era una especie de círculo donde se notaba que la tierra estaba floja, como removida. La Muerte empezó a escarbar con su guadaña, hasta que hizo un pozo de medio metro de hondo, y ahí empezaron a aparecer...¡otras cabezas sueltas!
 La Muerte habló de nuevo,
-En este lugar, entierro las cabezas de las personas que irán al Infierno. Desde aquí ya están en manos del Diablo, y poco a poco, esas cabezas van hundiéndose en la tierra, hasta llegar a un río profundo y entrar en los círculos del Infierno.
Sergio pensó, si el Diablo y La Muerte no serían la misma cosa.
-No –respondió La Muerte-. Solemos andar juntos, pero no somos la misma cosa.
Luego La Muerte, agarró la cabeza y la tiró en el pozo y empezó a taparla hasta emparejar la tierra nuevamente.
Cuando terminó de alisar el piso, volvieron a caminar entre las tumbas y a conversar, o mejor dicho, Sergio pensaba y La Muerte contestaba. Cuando ya estaban cerca de la salida, Sergio vio una figura diferente a todas las demás,  parecía una persona real, de carne y hueso. Cuando se acercó un poco más lo reconoció ¡era Quelito Paredes! un muchacho del lugar de unos veintipico de años, y con una terrible deficiencia mental, pero que era capaz de reconocer a las personas y hasta podía llamarlas por su nombre. Sergio vio que Quelito movía la boca, reía y gesticulaba, pero él no podía escuchar nada y tampoco podía hablar, entonces habló La Muerte,
-En este estado no podrás escuchar ni hablar a ningún ser vivo. El tampoco puede verme ni escucharme.
Y el pobre Quelito seguía gesticulando y le hablaba, y lo tomaba del brazo a Sergio, como queriendo llevárselo.
-Ya puedes irte –dijo La Muerte y se quedó parada en el medio de un caminito, envuelta en la neblina, donde la luna le daba de lleno y parecía agrandar su fantástica figura, haciendo brillar el filoso hierro de su guadaña.
Sergio no quería pensar en eso, lo invadía la desesperación y se esforzaba por pensar en cualquier otra cosa, hasta que finalmente no pudo más y pensó. Pensó...en cuanto faltaría para su muerte.
-Morirás a los veintiún años –dijo La Muerte y se alejó caminando entre las tumbas.
Y sin darse cuenta, Sergio empezó a llorar, y a caminar con Quelito que lo agarraba de un brazo, gesticulaba y reía.
Desde ese momento, Sergio me aseguró que no se acordaba de nada más, no sabía como llegó a su casa, ni que hizo Quelito, ni nada, y que este mismo relato le había contado a sus padres, pero estos le dijeron que fue simplemente un mal sueño y que pronto olvidaría todo. Entonces Sergio, más preocupado por él mismo que por hacer creer el relato a su familia, un día buscó a Quelito, lo trajo hasta su casa y delante de sus padres le preguntó,
-Quelito, contales que me encontraste la otra noche en el cementerio...
Y Quelito, que reía con la risa de los tontos, gesticulaba y se apretaba con todas sus fuerzas las dos manos juntas bajo el mentón, respondió,
-Iiii… Keko etaba nel cementerio….
Y los padres de Sergio y sus hermanos lo miraban a Quelito, y luego a él, y casi a coro le respondieron,
-Como le vas a creer, él va a decir cualquier cosa, hasta te puede decir que te vio volando. No pienses más en eso.
Y Sergio que no terminaba de convencerse, lo llevó a Quelito afuera, y allí cerca del galpón, le prometió que le daría plata para el vino si decía la verdad,
-¿Me viste o no me viste en el cementerio? decime la verdad, si no me viste igual te voy a dar la plata.
-Iiii… vo etaba nel cementerio…
Y a Sergio lo invadió la angustia y el miedo, y lloró de nuevo.
Su vida empezó a cambiar, y tenía miedo a la muerte. Toda esas cosas le hacían dudar de si fueron ataques de sonámbulo o pesadillas, ya no sabía a quien creer. Por suerte en los ataques que tuvo después, ya no andaba por el cementerio ni se encontraba con La Muerte, pero la duda que siempre rondaba su cabeza, era saber si
esas cosas las soñaba o las vivía como sonámbulo.
Ahora, que han pasado más de treinta años de aquellos relatos de mi primo, yo pude saber con mucha tristeza que decía la verdad, cuando contaba los ataques y sus conversaciones con La Muerte.
Pero Sergio ahora ya no está y yo lo sigo extrañando, murió en la madrugada de un veintiuno de Abril, cuando apenas tenía veintiún años.

EL GALLO ASESINO (fragmento) de Hugo Mitoire

EL GALLO ASESINO (fragmento) de Hugo Mitoire
De las aves de corral, la más peligrosa es el gallo, sin dudas. Desgraciado, traicionero, fanfarrón, cruel y brutal, así puede definirse a este bicho.
Y el gallo tiene muchos motivos para ser así de desgraciado. Para empezar, se siente superior a todos sus vecinos y parientes del corral. Claro, si vemos a los otros bichos que habitan el gallinero, como gallinas, pollos, pollitos, gallinetas, pavos, gansos, patos y marruecos, enseguida nos damos cuenta del porqué. El pavo es un bicho grande, pero es pavo, eso ya lo sabemos todos. El ganso, es ganso, y no lo puede disimular. Al pato lo único que le interesa es andar cantando su cua-cuá durante el santo día. ¿Y qué queda? Las gallinas, gallinetas y marruecos, y estos no son competencia para el gallo.
Otra cosa. Al gallo le gusta tener muchas novias, ¡qué lo tiró!, más que un gallo parece un picaflor. Todas las gallinas y pollas son novias del señor gallo, entonces el tipo anda celoso todo el día porque tiene que controlar a todas y no dejar que se le arrime ni le converse ningún pato o ganso, o lo que es peor, ¡algún gallito más joven! Esto sí que no le gusta nada al gallo.
 Hay que tener siempre presente que el gallo, a más viejo, más peligroso. Esto es así porque a medida que envejece, las gallinas y pollas que eran sus novias, ya no quieren saber nada del gallo viejo, ¿y qué hacen?: se buscan gallitos más jóvenes, ¡y ahí sí que se arma el tole-tole! Cualquiera que observe diariamente un gallinero, un corral de aves, o simplemente vea el comportamiento de estos gallináceos en un patio, podrá advertirlo enseguida. El gallo viejo anda todo el día corriendo a los gallitos, desplegando sus alas como para asustarlos, cacareando su ronco ¡kokorokoko! de ira, y dando picotazos a diestra y siniestra. Pero lo peor son las púas de sus patas ¡Mamita querida si te llega a ensartar con esa chuza asesina! Algunos suelen tener púas de hasta tres centímetros y las saben usar muy bien. En medio del ataque, pegan un salto medio acrobático y ahí ensartan la chuza. Además el ataque no sólo es con las púas, sino que también utiliza su pico ¡Picotazos y puazos! ¡Te destripa!

Yo he visto muchas veces a estos gallos en plena acción, y es realmente un espectáculo muy cruel. No se los recomiendo. Vi en una oportunidad cómo un gallo colorado de mi abuelita Rufina, le clavaba la púa en el cogote a un gallito que andaba queriendo anoviar con una gallinita. El pobre gallito apenas se sostenía en pie y el gallo viejo lo seguía atacando, pero a los picotazos. Ese patio era un revuelo de plumas y tierra, regado con la sangre del pobre gallito, que en cinco minutos se desangró y murió nomás. Yo por supuesto no intervine para ayudar al gallito, ya que ése es un asunto de aves de corral y no tenía por qué interferir. La gente de campo sabe muy bien que, de todos los gallos, los más peligrosos y crueles son los colorados. Ojo con eso.
Bueno, estos son los antecedentes de la mayoría de los gallos, y cualquier distraído puede pensar que aquí el peligro es para los demás gallináceos y aves de corral, entonces respira aliviado y dice: “Ah, por suerte no ataca a las personas”. Error. Terrible error. Nunca se confíen cuando pasean por un gallinero, un corral o un patio en el campo, un gallo puede estar al acecho.
No se sabe si es genético, por algún trauma psicológico o por qué corchos, pero a algunos gallos se les da por atacar a las personas. Algunos dicen que son tan celosos que no quieren que ninguna persona o animal se acerque a sus pollas y gallinas, entonces empiezan a atacar a mansalva a cualquier bulto que se aproxime o ronde su territorio. No se salvan ni los gatos ni los perros, todos la ligan.
En la chacra del tío Luis, en Cancha Larga, había un gallo colorado, ¡mamita querida! ¡Lo que era ese gallo! ¡Era el mismísimo demonio! ¡Un diablo con plumas! Era más viejo que la escarapela, y por supuesto, más viejo, más malo, más celoso, más peligroso. Por si fuera poco ¡era grandísimo! Yo creo que debía medir casi un metro de alto. Era imponente. Cada vez que iba a lo de mi primo, veía alguna pelea de ese gallo. Siempre atacando a los gallitos más jóvenes. No pudo matar a muchos, porque mi tío o mi tía lo corrían a escobazos o chicotazos, y entonces se terminaba la pelea, pero si lo dejaban seguir, chau gallitos.
Varias veces con Sergio, sobre todo a la siesta, encerrábamos a todas las aves en el gallinero, pero sólo para que se pelearan, ¡cómo disfrutábamos de esos espectáculos tan crueles y naturales! Nosotros no interrumpíamos nada. Que siga la pelea. Por supuesto que siempre terminaba en muerte… muerte para algún gallito. Creo que admirábamos la fuerza, la destreza y experiencia de ese maldito gallo asesino. Nos atraía su crueldad. Claro, después de que murieron unos cuantos gallitos, y que siempre se morían a la siesta, la tía Isabel se dio cuenta de nuestra avivada y ahí nos amenazó con unos buenos chancletazos y lonjazos, y con mandarnos a carpir a la chacra de algodón tres días seguidos, y con eso, santo remedio. Se terminaron las peleas de gallos a la siesta.
Pero ese gallo, también había atacado a algunos gansos, patos y por supuesto, a personas. Sergio había sufrido varios ataques, pero ahí le fue mal al gallo, porque se ligó unos buenos chicotazos o tacuarazos. También atacó a mi tía, cuando iba al gallinero a tirar el maíz. Algunos peones también fueron atacados. Yo mismo ligué algunos ataques del maldito gallo. Sergio se moría de ganas de hacerlo sonar:
-Mamita, dejame que lo degüelle -le decía a mi tía cada vez que el gallo se mandaba una de las suyas.
-¡Dejate de embromar! ¿Para qué vamos a matarlo? Si no sirve para comerlo. Además, éste por lo menos sirve para que las gallinas pongan más huevos… ¡Y ojo, eh! ¡Ni se te ocurra hacerle algo al gallo! ¡Y no me quiero enterar que el gallo tuvo algún accidente o que me digas que se suicidó! –le advertía con mucha severidad la tía Isabel.
La cosa es que el gallo gozaba de la protección de mi tía, entonces era intocable. Salvo algunos chicotazos o naranjazos, más que eso no podíamos hacer. Y encima era cierto lo que decía mi tía, no servía ni para comerlo, porque la carne del gallo es lo más dura que hay ¡ni los perros se animan a masticarla!
En unas vacaciones de verano, que estábamos allí, llegaron de visita unos parientes de mi tío. Eran de Buenos Aires. Un señor, su esposa y sus hijos, una nena de once años y su hermanito de tres. La nena era más linda que una mañana de abril y más linda que todas las nenas juntas que habíamos visto Sergio y yo. Hablaba mejor que todas las nenas de su edad y era muy graciosa.
Inmediatamente nos enamoramos de ella. Sergio tenía catorce y yo doce, y entonces para hacernos ver, andábamos haciendo pavadas todo el día. Enlazábamos terneros, chicoteábamos a las vacas, levantábamos cosas pesadas, hablábamos a los gritos, picábamos leña con el hacha y mil cosas más. Queríamos impresionar. También le dimos unos buenos chicotazos al gallo, para demostrar nuestro poder. Vivíamos pendientes de los caprichos de la porteñita, si quería una naranja de la coronita de la planta, allá íbamos y no nos importaban las espinas ni nada; si quería un huevo de tero del medio de la cañada, nos metíamos a toda carrera, chapoteando agua y camalotes, a buscar uno, ¡ni nos importaba que pudiera haber una ñacaniná!

"El Pomberito" de Hugo Mitoire

"El Pomberito" - Hugo Mitoire

(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. I)

Lo más peligroso que había en el Chaco a la hora de la siesta, era el Pomberito. Que cosa espantosa era eso.
El pomberito de Cancha Larga, era uno de los más embromados que existían, siempre andaba con un chicote al hombro.
En el campo, ningún chico se animaba a salir a la siesta. A Sergio que era muy cabezudo, su madre todos los días lo amenazaba,
-¡Andá! ¡andá nomás vos! ¡pero después no me vengas llorando que te agarró el pomberito!
Pero Sergio, que era más terrible que el mismo Pomberito, no hacía caso a nada ni a nadie, el no tenía miedo de salir a la siesta y apenas sus padres se dormían, de un solo salto se escapaba por la ventana y rajaba para la casa de sus compinches.
Raúl y Eduardo eran hermanos y su casa quedaba a unos trescientos metros (en el campo no hay cuadras), eran los hijos de un peón del padre de Sergio; y eran tan salvajes como él.
Para ir a la casa de sus compinches, había un caminito por donde uno podía ir a pie, en bici, a caballo o en sulky; pero para acortar camino, casi siempre Sergio atravesaba un montecito y luego bordeaba entre un estero y un cañaveral y se ahorraba un buen trecho. Y este era el problema. Todos sabían y Sergio también, que los lugares preferidos del pomberito son los cañaverales y los montes. Muchos cuentan que suelen ver al pomberito sentado chupando la caña de azúcar y ha de ser cierto porque es lo que más le gusta.
 Pasar por un cañaveral a la siesta, no solo era un desafío, sino un peligro mayor, una verdadera prueba de fuego. Había pocos que se animaban. Por las dudas, siempre llevaba un facón en la cintura, uno que se lo había regalado un tío cuando cumplió doce años,
-Tomá, esto te va a servir mucho. Un hombre de campo siempre tiene que andar con un cuchillo en la cintura, y vos ya sos un hombrecito. Nunca se sabe que puede pasar. Pero ojo ¿eh?, no lo lleves a la escuela, a la escuela hay que ir a estudiar -le dijo el tío, entregándole un hermoso cuchillo con una vaina de cuero marrón.
Fue el regalo más fantástico que pudieron haberle hecho. Los primeros días, hasta dormía con el facón bajo la almohada.
Una siesta iba al trotecito para lo de sus amigos, escapado de sus padres como siempre, y cuando estaba bordeando la chacra ve que a unos cincuenta metros, las plantas se movían, como si alguien las empujaba o las sacudía. El julepe empezó a apoderarse de Sergio.
Entre flor de julepe y un poquito de coraje y viendo que ese movimiento en el cañaveral se acercaba cada vez más, ahí nomás peló su cuchillo y lo desafió,
-¡¡Salí!! ¡¡salí, que acá te espero!! -gritaba Sergio- ¡¡salí de una vez por todas, vamos a ver si sos macho!! ¡¡¡Te voy a destripar, pombero hijuna gransiete!!!
Y mientras gritaba como un loco, saltaba y hacía firuletes en el aire revoleando su cuchillo, o raspándolo por la tierra y levantando una brutal polvareda. Pero el movimiento en el cañaveral avanzaba, estaba cada vez más cerca de Sergio, y él más loco se ponía; parece que el miedo lo hacía más valiente, hasta que entre salto y salto, pisó un cascote, se torció el tobillo y cayó al suelo como una bolsa de papas.
Ahí nomás se levantó como un resorte y miraba ese bulto que no se podía distinguir y que movía las plantas, y ya estaba a unos diez metros. También miraba al piso, porque en la caída perdió el facón y se desesperaba por encontrarlo. Hasta que esa cosa ya casi llegaba hasta él y entonces ahí sí se decidió Sergio, y de un salto se tiró al estero y empezó a correr chapoteando y alejándose del lugar a toda carrera, pero mirando siempre para atrás. No podía quedarse, porque sin su cuchillo no iba a enfrentar al pombero.
Y el bulto que movía las plantas por fin llegó hasta la punta de los liños y miró para un lado y para otro, y después lo miró a Sergio, que paró de correr. Pero no era el pombero, era un chancho negro grande como una vaca, que se había escapado del corral y andaba medio perdido.
Ahí sí que Sergio salió del estero hecho una furia, y aunque nadie lo estaba mirando, se sentía avergonzado, por haberse asustado por un simple chancho. Ahí nomás empezó a correr al animal y  a gritarle de todo,
-¡¡Chancho hijuna gransiete!! ¡Yo te voy a dar escaparte del corral y andar comiendo las plantas! ¡¡¡Te voy carnear desgraciao!!!
Salió del estero todo mojado, buscó su facón, se sacudió las ropas y siguió camino.
Claro, esto fue un susto nada más, porque por suerte no era el pombero; pero hay muchos casos donde sí aparece el pombero y el asunto no es nada divertido.
Me acuerdo bien de un caso, que también ocurrió en Cancha Larga, a unos dos kilómetros de la casa de Sergio, cerca del Cañaveral de los Alvarez. Ese si que fue embromado.
Había una familia, los Cabrera, que eran peones de los Alvarez, tenían cuatro o cinco hijos, y al más grande, a Juancito, le pasó algo que todavía me pone la piel de gallina.
Una siesta se escapó de los padres, y rajó para la laguna a pescar. Iba caminando piola por el medio del cañaveral, silbando y pensando en bueyes perdidos y de golpe, empezó a escuchar unos silbidos y después  ruidos, como que alguien corría entre las plantas de cañas y lo peor era que se venía hacia él. Entonces ¡patitas para que te quiero!, emprendió una carrera a toda velocidad, tiró la cañita de pescar, su latita de lombrices y también la bolsita de la honda con los bodoques.
Y la cosa cada vez más cerca, ya se le venía encima…
Juancito corría con desesperación y miraba para atrás, viendo que a unos diez metros, una cosa medio petisa, como un enano barbudo con un sombrero grande, le corría, pegando unos alaridos y unas carcajadas terroríficas.
-¡¡Mamita!! ¡¡mamitaaaa ayudáaaaame!! -gritaba y lloraba.
Hasta que enseguida nomás, sintió como si le daban un gran empujón en la espalda y caía de trompa, pegándose un revolcada de la gran siete.
Ahí, mientras se revolcaba en el suelo, el enanito lo pateaba y le pegaba unos chicotazos, mientras no paraba de gritar y reír a carcajadas.
-¡¡Aaaaahhhhhjajajajajajajajajaja!! ¡¡¡¡aaaahhhhhjajajajajaja!!!!
Y Juancito quería levantarse y correr, pero se volvía a caer, y el enanito lo pateaba y lo chicoteaba sin parar.
Eso fue lo último que se acordaba Juancito, porque partir de ahí perdió el conocimiento.
Y así lo encontraron unos cañeros esa tardecita, cuando volvían a sus casas. Lo levantaron, le mojaron un poco la cabeza y el se empezó a despertar. Estaba todo sucio de tierra, arañado y golpeado. Tenía marcas por todas partes, y no se acordaba ni donde estaba. No sabía quien era ni donde vivía. Por suerte los cañeros lo reconocieron,
-Pero che… este es Juancito, el hijo de Cabrera -dijo uno.
-Y… si, que lo tiró… -dijo otro.
Lo llevaron a su casa y los padres que ya estaban asustados porque desde la siesta lo andaban buscando, lo abrazaron y empezaron a preguntarle cosas. Pero Juancito los miraba sin hablar, como perdido, parecía que no conocía ni a sus propios padres. La mamá empezó a llorar.
-Seguro que lo agarró el pombero... -decía y lloraba desconsolada.
El padre agarro un caballo y a todo galope fue hasta lo de don Alvarez, a pedirle si podía llevarlos en la camioneta a La Leonesa, para que lo vea el doctor. En el pueblo por suerte había un médico.
Después de revisarlo, el Dr. Benoist le dijo que mejor sería que lo llevaran a Resistencia para hacerle unos estudios. Y así anduvieron de acá para allá con el pobre Juancito, haciéndole pruebas muy raras, hasta dicen que le enchufaron unos cables en la cabeza para estudiarle los sesos.
Después de varios días, el doctor les dijo que Juancito tenía una enfermedad muy fulera, que se llama epilepsia y que iba a tener que tomar remedios durante toda la vida.
Los padres no le creyeron mucho, porque en el campo no existen esas enfermedades raras. Esa misma noche, la abuela de Juancito les aconsejó que lo llevaran a lo de doña Lechiguana, una curandera, que esa les iba a decir bien lo que tenía.
Al otro día ya estaban en la casa de la curandera, que vivía bastante lejos, en Tatané. Primero le miró los ojos, después le tiró el cuerito de la espalda, y por último le hizo hacer pichí para oler. Con eso ya fue suficiente, Juancito no tenía ninguna enfermedad dijo la Lechiguana, y había quedado tonto porque lo agarró el pomberito. Además les dijo que iba a quedar así, tonto para siempre.
Y así quedó Juancito, medio tonto. A veces le agarraba como una locura, parece que se acordaba del pomberito y se tiraba al suelo, gritaba y pataleaba y echaba espuma por la boca.
Pero ya nadie se asustaba, porque doña Lechiguana les recomendó lo que había que hacer en estos casos: cuando se estaba revolcando, había que tirarle un baldazo de agua bien fresquita y enseguida se le pasaba la locura.

"El Fantasma de la Panadería" de Hugo Mitoire

"El Fantasma de la Panadería" de Hugo Mitoire

(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. II)

En la panadería del tío Aldo, allá en Cancha Larga, había un fantasma que noche a noche los volvía locos a todos. Los pobres ayudantes ya no sabían qué hacer y ni por las tapas se animaban a quedarse solos a hornear el pan.
El tío Aldo trataba de tranquilizarlos, diciéndoles que no era para tanto; después de todo no era un fantasma malo y cosas por el estilo, pero a los muchachos el miedo no se lo sacaba nadie.
Una noche que estábamos todos en el patio, tomando mate, uno de ellos le preguntó:
—Don Aldo, usted que sabe de todo, ¿sabe bien lo que es un fantasma?
Y el tío, removiendo el mate y tirando un poco de yerba, le contestó:
—Mirá, ése es un tema embromado de explicar y más difícil todavía de hablar a estas horas de la noche, pero les voy a contar de qué se trata, a ver si con eso se tranquilizan un poco. Un fantasma es el espíritu de una persona que se murió y que puede manifestarse de muchas maneras.
Algunos dicen también que un fantasma puede ser una persona que estando viva ha sido muy olvidada o tan dejada de lado que termina por evaporarse y desaparecer, para volverse invisible, a la que no se puede tocar ni sentir. Pero esto es muy raro. El único caso que recuerdo de un fantasma así fue el de don Osmildo Foscchiatti, un hombre que vivía en El Palmar.
Un día la mujer lo abandonó y se llevó también a los hijitos. El tipo quedó solo y muy triste; se la pasaba tomando vino y llorando todo el día. Como siempre estaba borracho y escondido en su ranchito en medio del monte, nadie lo visitaba, ni siquiera los parientes o sus amigos.
La cosa es que después de un tiempo nadie más se acordaba de él, si hasta sus dos o tres vaquitas y todas las gallinas se mandaron a mudar. Y aquí viene lo misterioso: la que era su esposa, los parientes, amigos y conocidos aseguraban que siempre se les aparecía el espectro de Osmildo en cualquier lugar: al costado del camino, en el río, en la cocina, en el corral o entre las ramas de los árboles, y lo que era peor... ¡¡Osmildo todavía estaba vivo!!  
Después de unos cinco años el hombre se murió, y su espectro siguió apareciendo de la misma manera, pero claro, ya como un verdadero fantasma.
Para mí no hay ninguna duda: los auténticos fantasmas son los espíritus de los muertos. Esas visiones de la gente, cuando todavía Osmildo estaba vivo, seguramente fueron totalmente irreales.
—Pero y... ¿por qué el espíritu no se va al cielo o al infierno como el de todos los demás? —volvió a preguntar el ayudante.
—Bueno, la razón por la cual un fantasma se queda a jorobar entre los vivos es bastante conocida. Esos espíritus transformados en fantasmas no se van de la tierra porque todavía tienen algo importante que hacer, o simplemente porque se sentían tan bien en el lugar donde vivían que no quieren saber nada de irse. Un fantasma decide quedarse en la tierra porque seguramente quedó muy encariñado con el lugar, las cosas o las personas; eso lo sabe todo el mundo. La mayoría de los fantasmas quedan encariñados con las casas, sobre todo si éstas son grandes, viejas y abandonadas, porque allí pueden pasear a sus anchas y nadie los molesta. Por supuesto que así como hay personas malas, también existen fantasmas malos, ya que sus costumbres continúan siendo las mismas.
—¿Y usted qué dice, don Aldo? El fantasma de la panadería... ¿es bueno o malo?
—Quédense tranquilos, que este fantasma no los va a matar ni nada; eso sí, más de una vez se van a llevar un flor de susto, pero no más que eso. El fantasma que habita la panadería es mi papá, y es una lástima que no lo hayan conocido cuando vivía. Él también fue panadero. Era muy bueno y trabajador; eso sí, cargoso hasta decir basta. Era burlón y ocurrente y lo que más le gustaba en la vida era hacer bromas macabras, pero todo lo hacía para divertirse.
Después de esa explicación yo no sé si los ayudantes se quedaron más tranquilos o más asustados, pero la cosa es que ahora ya sabían a quién pertenecía ese espectro que se paseaba por la panadería.
Siempre me acuerdo de esas mateadas en el patio de la panadería alrededor de un fueguito. Yo tendría nueve o diez años, y para mí no había nada más maravilloso que estar en medio de la madrugada, a la luz de un candil, con un cielo repleto de millones de estrellitas y ese olor a rocío en un silencio profundo, con apenas algunos cantos de grillitos, algún bicharraco a lo lejos, y la voz del tío Aldo develando algún misterio… ¡Mamita querida! Cuánto miedo me daba todo eso ¡¡¡pero cómo me gustaba!!!
Recuerdo como si fuera hoy esa conversación, y la verdad es que me puso muy contento y feliz saber que tenía un pariente fantasma y que encima ¡¡era mi abuelo!! Él se murió cuando yo estaba en primer grado, y es cierto que era muy bueno: a mí me enseñó a hacer pan, a pescar, a cazar lagartijas y muchas cosas más.
También era cierto que le gustaba asustar a la gente y que le encantaban todas las cosas de misterio. Con toda seguridad, ese fantasma no podía ser otro que el abuelo Félix.
Lo que más le encantaba al abuelo era asustar a los chicos y a las mujeres. Siempre aprovechaba cuando se juntaba mucha gente, en Navidad o Año Nuevo, en los cumpleaños o casamientos, y a veces hasta en los velorios. 
A los chicos los corría con culebras o lagartijas, que siempre tenía escondidas por ahí, o se disfrazaba con un capote negro o una sábana blanca. El único chico que se salvaba de sus bromas era yo; claro, yo era su nieto mayor y el preferido. Qué feliz me sentía, y ¡¡cómo disfrutaba del miedo de los demás!!
A las mujeres las asustaba con sapos y ranitas, que metía en las carteras o los bolsillos de los sacos. A los hombres mayores no les daba mucha bolilla, a lo sumo les ponía pimienta en las comidas o les corría la silla en el momento de sentarse y… ¡pum! ¡De cola al suelo!
Se sabe también que una panadería es el lugar donde más cómodo se siente un fantasma, por la sencilla razón de que todas las cosas están enharinadas. Paredes, puertas, máquinas, personas y todas las cosas están teñidas de blanco, y obviamente, el fantasma puede esconderse muy fácilmente o pasar inadvertido, o lo que es peor, ser confundido.
—¡¡¡Don Aldo, don Aldo!!! ¡El fantasma está arriba del montón de leña! —dijo a los gritos una noche Felipe, mientras salía corriendo de la panadería— ¡¡¡Venga, don Aldo, venga rápido!!!
Y el tío Aldo, que estaba tomando mate en el patio y hablando de la Luz Mala con otros ayudantes, dejó todo y entró corriendo con la lámpara a kerosene.
Fueron derechito al montón de leña que estaba al costado del horno, y alumbrando la parte más alta de la pila vieron cómo una bolsa blanca de harina que estaba vacía se movía… porque un gatito se había quedado enredado en ella.
Otra cosa que siempre ocurría —y que todos aprendieron lo que significaba— eran los portazos o los ruidos de las ventanas. Eso sucedía cada vez que alguno de los ayudantes quería irse antes de terminar su trabajo o su tarea. El avivado aprovechaba que el resto estaba tomando mate o lejos de la panadería, y ahí nomás agarraba su caballo y salía a todo galope. Al otro día cuando aparecía, se hacía el distraído diciendo que no se había dado cuenta de que faltaba algo por hacer y que salió apurado.
El fantasma enseguida los curó a todos. Cuando apenas alguno ya mostraba intenciones de irse, las puertas y ventanas se empezaban a abrir y cerrar con fuerza dando unos golpazos muy ruidosos, y si alguno lograba irse igual, ahí venía lo peor.
Así le pasó a Monchito una tarde cuando aprovechó la distracción, montó su alazán y salió a todo galope. A los cincuenta metros parece que el caballo se asustó y pegó una frenada en seco, se paró en dos patas y empezó a relinchar y corcovear, y por supuesto, Monchito fue a parar a la cuneta y se embarró hasta el alma. Desde ese día, nunca más se fue antes de terminar de hacer sus tareas.
Pero había otras cosas que no eran tan graciosas.
Una noche, Felipe tenía que quedarse despierto para controlar el horno, y se durmió en el patio sentado en un sillón, porque se había tomado una botella de vino. De repente, lo despertó un ruido. Era algo así como si estuvieran pateando cajas de cartón vacías. Agarró la lámpara y corrió hacia adentro de la panadería, para ver quién estaba haciendo semejante ruido, pero... nada. No había nadie.
Con mucho miedo revisó todo el interior y… nada. Las cajas estaban todas en su lugar, y se notaba que ni se habían movido porque tenían una capita de harina. Miró por todos lados y no había nada ni nadie; entonces aprovechó para revisar el horno y vio que las galletas y los panes estaban a punto.
Al otro día, cuando contó lo que había pasado, el tío Aldo le dijo:
—Ése fue mi papá, que te despertó para que no se quemara el pan.
Y siempre así, de una forma u otra, nunca faltaban las cosas raras. Cuando había alguna visita que no le gustaba al fantasma se notaba enseguida, porque se escuchaban ruidos por todas partes y hasta los mismos engranajes de las maquinarias empezaban a dar vueltas ¡aún con el motor apagado!
Una vez vino a comprar pan un tipo bastante malandrín y cuatrero, que según siempre contaba el abuelo le había robado tres vacas y un chancho. Inexplicablemente el viejo motor de las maquinarias, que siempre daba mucho trabajo para hacerlo funcionar, empezó a marchar solo. El tío decía que esas eran señales del abuelo. Si alguien no le gustaba, hacía barullo para que se fuera.
A mí me encantaba estar en la panadería. Además ni me preocupaba el asunto del fantasma, porque sabía que era mi abuelo, y estaba seguro de que me cuidaba en todo momento.
Me gustaba pasarme horas y horas adentro, sentir cómo temblaba el piso cuando funcionaban todas las máquinas. Ese concierto era tan aterrador como emocionante. Tenía un encanto especial escuchar el estruendo ensordecedor de todos los engranajes de las maquinarias, los chirridos de los ejes y poleas y el tableteo forzado del bravo motorcito, que afuera y bajo un techito no paraba de marchar y echar humo.
Pero la peor señal del fantasma, la más terrible y sangrienta que se vio, ocurrió una tardecita cuando todos estaban trabajando.
Monchito atendía el fuego, limpiando y preparando el horno. Mi tío controlaba la gran batea de la mezcladora, que con sus brazos de acero revolvía la mezcla de agua, harina y sal. Felipe amasaba en la sobadora, tirando una y otra vez el gran pedazo de masa entre los dos poderosos rodillos de acero. La masa salía aplastada y muy finita, y así la hacía pasar unas cuantas veces hasta que estuviera a punto para hacer los panes y galletas.
Ese día había una persona más, ya que desde hacía una semana tenían un ayudante nuevo, Carlitos, que se encargaba de tareas menores y de la limpieza.
La verdad es que el muchacho nuevo era medio mala vuelta, retobado y peleador. Al tío ya le habían dicho eso, pero él dijo: “Vamos a ponerlo a prueba unos días, a lo mejor no es tan malo como dicen”. Esa tardecita cuando empezaron a trabajar, el tío se dio cuenta de que Carlitos estaba medio borracho; parecía que se había pasado con el vino. Entonces le advirtió que la próxima vez no lo dejaría trabajar más.
Por si fuera poco, Carlitos estaba peleado y casi no se hablaba con Felipe, porque hacía unos años, cuando iban a la escuela, éste le había sacado una novia. Desde el primer día habían discutido varias veces dentro y fuera de la panadería. Una vez casi se agarran a las piñas.
Así, en pleno trabajo y en cierto momento mientras Felipe amasaba en la sobadora, Carlitos pasó por detrás y le dio una flor de piña en la espalda que lo dejó sin aire, y ahí nomás lo empezó a patear y a darle más trompadas.
Cuando los demás se dieron cuenta, vieron el momento justo en que Carlitos agarraba del costado de la sobadora el cuchillo de cortar masa, que era un cuchillo grandísimo y muy filoso. Entonces todos empezaron a gritar que no hiciera eso, que no fuera loco y que dejara el cuchillo.
El pobre Felipe intentaba recuperarse de todos los golpes recibidos y Carlitos ya se le tiraba encima con el cuchillo, pero como estaba medio borracho perdió el equilibrio y se recostó en la sobadora. En ese preciso instante, apareció el fantasma para ayudar a Felipe.
La sobadora tiene muchos engranajes que están afuera, que se ven y que giran cuando la máquina está trabajando. Son peligrosos, porque tienen como unos dientes gigantes que dan vueltas y vueltas. Cuando Carlitos se recostó en la sobadora, los engranajes mordieron el delantal y la camisa y lo llevaron contra la máquina. Él, desesperado, tiró el cuchillo y quiso desenganchar sus ropas pero... los engranajes le agarraron la mano, y ahí sí que fue terrible.
Dice el tío Aldo que a pesar de todo el ruido de las máquinas, ellos escucharon bien clarito como crujían y se rompían los huesos cuando la máquina le aplastó la mano. Carlitos gritaba de dolor, lloraba y pedía socorro. En medio de esa tragedia todos ya se habían acercado y uno de los muchachos corrió afuera a apagar el motor, pero hasta que llegó y lo apagó, la mano de Carlitos ya se había destrozado.
La participación del fantasma fue muy clarita: había empujado a Carlitos contra los engranajes para que no lo matara a Felipe. A mí me pareció que el abuelo hizo bien, porque es mejor que a uno le falte una mano y no que lo maten al otro.
Bueno, la cosa es que el tío Aldo, que sabía mucho de medicina y enfermería, le ató el brazo con un piolín para que no se desangrara más, ya que había perdido la mano enterita y la sangre le chorreaba como si hubieran degollado una gallina.
Enseguida lo llevaron en sulky hasta La Leonesa y lo atendieron en el hospital, pero Carlitos igual quedó manco para siempre.
Después de ese asunto, todos ya estaban seguros de que las cosas raras que ocurrían en la panadería se debían al fantasma, pero también estaban contentos porque vieron que el fantasma hacía justicia. No había que pelear, ni tomar vino, ni tampoco avivarse o quedarse dormido cuando trabajaban.
Desde ese día y gracias al fantasma, nadie más se hacía el loco en la panadería.